10/11/07
Adios a un hombre enamorado de la vida
De Alfonso Navalón a Julio Robles
Por Alfonso Navalón
Hay que tragarse las lágrimas y escribir sobre el amigo muerto. Al torero lo enterramos ya hace once años. Y nos quedó sólo el hombre. Tan distinto y tan humano. Aquella voltereta trágica se llevó el temperamento rebelde, los caprichos y los nervios y la silla de ruedas le descubrió un mundo distinto al de los alamares. Casi todos los toreros cuando se van de los ruedos se los traga o el olvido o la soledad. Y contigo pasó todo lo contrario. Empezaste a sentir el calor de la gente, las amistades más profundas y perdiste aquella desconfianza huraña para sentirte más cerca de los demás. Disfrutabas llenado de tu mesa de amigos, abriendo las puertas de tus cercados o el palco de la plaza. Y ahora te había llegado una felicidad sosegada y un cariño por las tertulias y darte a los demás. Ahora que habías aprendido a valorar y a disfrutar con los amigos se te ha marchado la vida en esta primera tarde templada y campera después del invierno canalla que hemos pasado sin el goce de poder andar entre los ganados. Esta tarde dominguera cuando nos íbamos a dar un largo paseo por campo soleado, me ha llamado llorando Pedro el del Albero, desde el hospital: "Se nos muere por momentos. De esta tarde no sale". Y cuando llegamos ya te habías ido a la eternidad y las primeras docenas de fieles tenían ya las caras de congoja en el gran pasillo. Allí estaban los 'otros dos': Santiago y Pedro, tus compañeros de tantas tarde de gloria. Y Aurelio que te estuvo picando los toros hasta aquella tarde de la desgracia. Y Paco Calzada que te sirvió las espadas y luego talló la piedra de la gran chimenea del salón de los recuerdos y las vitrinas. Estaban los ganaderos y la gente del toro y estaban los amigos nuevos. Los que descubriste cuando ya no llevabas el brillo del traje de luces. Llegó Limo llorando con tu vestido blanco y oro con cabos negros. Y Santiago dijo que no, que solo un sudario y un capote de paseo, que a ti no te hubiera gustado que te enterraran con brillo de los caireles. Ahora, Julio, ya sólo eras un hombre enamorado de la vida que te vas sin remedio cuando habías aprendido a cogerle el regusto a las cosas hermosas. Mañana pensábamos dar una vuelta por las fincas vecinas de Los Bayones y Paco Novelty para acabar la merienda en tu casa, sin prisa de copas ni tiempo hasta que nos dieran las tantas y consumieras el último cigarro. Lo habíamos acordado el pasado lunes cuando estábamos de sobremesa en El Albero comiendo la sabrosa carrillada. Y gastando las bromas de siempre. Que si a este paso van a criar los jabalíes que ibas a matar a la espera en las charcas de El Berrocal, que ya estoy harto de echarle mazorcas de maíz para que confíen y vengas a tiro hecho. Que a ver cuando te da la gana mandar a Pacheco y a Lisardo a pescar unos cientos de tencas para echarlas en las charcas y pegarnos una merendola por todo lo alto cuando llegue el buen tiempo. Lo que menos podía pensar es que esta plácida tarde de domingo te iban a entrar las prisas de morirte y obligarme a escribirte este adiós definitivo, cuando hace poco te quejabas: "Chacho que me tienes olvidado. Que estuve muy malito y no has venido. Ya se que has preguntado, pero yo quiero que vengas". Me han dicho que van a llevarte al salón del Ayuntamiento para que el pueblo desfile a verte y te hagan guardia de honor los maceros con los galones de dorado y las plumas en el sombrero carmesí. Y es lo que menos que pueden hacer, porque contigo se marcha también el corazón dolorido de muchos salmantinos, de media España taurina que vendrán a decirte adiós con crespones negros. Inesperadamente te digo adiós sin desgarro, como si este dolorido otoño de la vida nos hubiera enseñado a sufrir sin alaridos ni angustia. Será porque todavía no te he visto de cuerpo presente y no me hago a la idea que ya no volverás a ver a la 'Yeguicera' para darle ramas de encina mientras la vaca enamorada te lamía tus manos. Esas manos que bordaron tantos lances inolvidables.
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